Comentario
Las críticas de los filósofos, los avances de la ciencia, las dudas vertidas sobre los contenidos doctrinales no lograron impedir que durante el siglo XVIII persista la intima conexión entre la religión y un pueblo que, en el acontecer diario, se sitúa al margen de disquisiciones y controversias. Como en centurias precedentes, la vida de los millares de hombres y mujeres europeos que no pasaron a la historia con nombre propio sigue marcada por el cumplimiento desde el nacimiento hasta la muerte de una serie de actos religiosos, medio de establecer una relación personal con Dios tanto como signo externo de pertenencia a una parroquia y a una Iglesia, uno de los criterios de adscripción social más importantes del Antiguo Régimen.
En esencia, los contenidos de la vida religiosa popular no varían mucho durante el período que nos ocupa; sin embargo, se pueden señalar ciertos cambios dentro del ámbito católico que bien pudiéramos poner en relación con algunos rasgos del espíritu del siglo. La confesión comunitaria seguida de absolución general desaparece y sólo queda la individual como vía para pedir perdón por los pecados. Empiezan a aparecer ediciones bilingües de los misales conteniendo el texto en latín y en lengua vernácula a fin de facilitar su lectura por los no eclesiásticos, pero el debate que produjeron, al ser acusados de jansenistas, y los niveles de analfabetismo hicieron aún el uso individual de aquéllos más que raro casi excepcional. También surgieron nuevos cultos, como el de san José, cuya figura, prácticamente olvidada, se reivindica destacando su dedicación al trabajo.
Las prácticas religiosas durante el Setecientos son numerosas y diversas. Para nuestro recorrido por ellas, las hemos reunido en dos grandes apartados: individuales y colectivas. A veces se ha intentado decir que las primeras son características del protestantismo y las segundas, del catolicismo. En verdad, tanto unas como otras las encontramos representadas en ambos y no hay que exagerar las diferencias existentes en este terreno.
Los actos religiosos individuales juegan un papel señalado en los ámbitos de la Reforma, dado el acento que se pone en la búsqueda individual de la fe y la salvación. La práctica más importante es la oración que debe de hacerse a diario y sobre la lectura en privado de la Biblia. Ahora bien, el coste de los libros y el número de iletrados hacían inviable para muchos cumplir con esta obligación, por lo que los reformadores la transformaron en un acto familiar e insistieron en que así se realizara. Tenía lugar dos veces al día, presidida por el padre a quien correspondía leer en voz alta los textos y sobre quien recaía la responsabilidad de guiar por el buen camino a cuantos estaban bajo su autoridad, tuviesen o no relación de parentesco. A este culto debían asistir todos los miembros de la familia y, en su caso, los sirvientes.
La doctrina de la predestinación y la no creencia en el purgatorio hacen que la muerte y la inhumación sean también actos privados entre los protestantes. A la segunda sólo asiste la familia que, en algunas zonas luteranas, tras rezar una oración en el cementerio se dirige a la iglesia junto a los amigos para oír un sermón. Entre los calvinistas ni siquiera esto tiene lugar. La esperanza en la salvación es una certeza.
Para los católicos, las prácticas religiosas individuales son sólo expresiones de la piedad personal. Éste es el sentido que se le da a la oración, realizada también dos veces al día; a la existencia de devociones, entre las que destacan por su difusión y arraigo las de la Eucaristía, el Sagrado Corazón y la Virgen María; a las peregrinaciones que, aun siendo práctica colectiva como veremos, en ocasiones se hacían en solitario. En este caso, era preciso llevar un certificado del párroco para poder alojarse en los albergues u hospitales y si se trataba de mujeres o niños contar, además, con la compañía de un miembro de la familia. Asimismo, se considera una muestra de fervor religioso el contar con un director espiritual. La figura surge en el Seiscientos entre algunas personas, aún pocas, como una consecuencia de la confesión regular y se extiende en el siglo siguiente. El director suele ser un miembro del clero regular, con preferencia jesuita, dominico u oratoniano.
A medio camino entre la piedad personal y el miedo que genera la inseguridad de la salvación, tenemos las fundaciones. Son donaciones realizadas a favor de alguna iglesia, convento, monasterio, escuela, etc., o bien para pagar misas, sermones o cualquier otro acto litúrgico que pueda ayudar al descanso del alma de quien las realiza. Su justificación teológica está en el dogma de la comunión de los santos, el mismo que hará de la muerte y la inhumación actos colectivos.
No podemos acabar este apartado sin mencionar una última práctica religiosa que entre protestantes y católicos alcanza un gran relieve: la caridad, también ejercida a través de instituciones.